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Patas traseras

Hace algunos años la chica con que estaba saliendo me hizo una crítica en la que todavía pienso a menudo, pues me sirvió en su día para entender muchas cosas sobre mí mismo y creo que a fecha de hoy sigue sirviéndome. Me dijo, en mitad de una discusión, que yo era un buen chico, buenísima persona, pero que “lo estropeaba con las patas de atrás”.

No suelo dar demasiadas vueltas a las críticas que me hacen, pero sí medité mucho sobre aquel comentario tan original, posiblemente porque su autora era alguien que me importaba mucho.

Con esta opinión lo que me quiso dar a entender es que tengo un buen fondo humano, unos principios sólidos y unas intenciones rectas, pero que en la práctica mi conducta queda empañada por algunos detalles que, a pesar de su aparente insignificancia, alteran la imagen que los demás tienen de mí. Mis torpes patas de atrás suelen ser: mi propensión al egocentrismo, mis protestas cuando me piden que haga algo (que al final acabo haciendo), mi tono despectivo, mi innecesario sarcasmo, mi manía de politizar cualquier asunto, mi actitud hipercrítica, mi déficit de empatía, mi boca sin filtros y mi deseo de llamar la atención exagerando o dramatizando los incidentes más insustanciales.

Bien mirado, fue demasiado generosa, porque lo cierto es que el daño que me hago a mí mismo y a los demás con esa fila de defectos va mucho más allá del pequeño destrozo en el sembrado que hace una mula sin querer, con las patas traseras, al abandonar la granja. A veces, con estas “pequeñas” imperfecciones, puedo llegar a malograr la cosecha entera con todas las patas y si me apuras con todo el cuerpo.



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