Por unos brevísimos instantes lo único que se escuchó en la sala, por encima de la música de fondo, fue el revoloteo de las lenguas, el torrente de saliva en ambas direcciones, el chasquido de esas dos bocas encaramadas como alacranes en celo.
Sofía salió del beso abruptamente, sin ternura, como si acabara de cumplir con un trámite bancario. Raul, en cambio, se quedó con los ojos cerrados y se demoró en regresar al juego. En realidad, no regresó más. Permaneció dándole vueltas a lo que acababa de ocurrir. El castigo de Sofía había resultado un premio para él, un premio que ya no se le permitía seguir disfrutando. De pronto, se sintió tonto e impotente. Sin anunciarlo, se puso de pie y se despidió. Ni siquiera le ofreció a Sofía compartir el taxi, como había pensado. Se fue nomás, sin excusarse ni dar mucho rollo. Una vez en la calle notó que su molestia continuaba. Pensó entonces en Boris, el vampiro, y se dio cuenta de que captaba su frustración, que podía colocarse en su lugar, que estaba más conectado de lo que imaginaba con su personaje.
Ese descubrimiento le subió el ánimo, lo apaciguó y lo acompañó a lo largo de las cuatro cuadras que lo separaban de la avenida más cercana. Apenas se ubicó en la esquina consultó su reloj, bostezando. Eran casi las seis.
No valía la pena romperse la cabeza de ese modo. Estaba claro que para Sofía lo ocurrido en casa de Carla no pasaba de ser solamente un beso. Un beso que, por lo demás, había sido producto de un castigo. Y no un castigo cualquiera, sino uno impuesto en medio de un insulso desafío alcohólico, desarrollado en esas horas de la madrugada en que no se piensa mucho, horas en que la gente se desconoce y –sin medir consecuencias– es capaz de cometer, indistintamente, proezas y bestialidades. En rigor, lo de aquella noche no había sido ni siquiera un beso, sino el tosco y accidental tropiezo de dos bocas demasiado borrachas y obedientes. Por eso no valía la pena romperse la cabeza ni especular con lo que pudiera estar pensando Sofía sobre él. Raul sabía que le tocaba distraerse un poco, olvidarse de esas ganas absurdas de querer desentrañar los insondables misterios de una mente femenina. Lo mejor era interrumpir esos pensamientos, virar de dirección, utilizar esa misma ansia para propósitos más nobles. La escritura, por ejemplo.
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